Con este breve relato basado en una experiencia real, iniciamos un espacio dedicado al horror literario.
Está ahí, parado sobre la enorme barda. Me mira. No veo su rostro ni sus ojos, pero sé que me está observando. Sólo veo una silueta de color anaranjada; parece un hombre en llamas, como la Antorcha Humana, así es como lo percibe mi mente de 5 años. Tal vez sea producto de la fiebre que azota mi cuerpo marcado por la varicela.
Estoy acostado en mi cama, respiro lenta y pesadamente, jalo aire con esfuerzo. A través de mi ventana lo veo recorrer la barda de un lado a otro; viene y va, va y viene, como impaciente padre primerizo. ¿Será que espera a que mi alma salga de mi cuerpo, como dicen en la iglesia, y se la quiere llevar? No lo sé, lo que sí sé es me mira y que ambos estamos conscientes el uno del otro.
Papá está a mi lado, lleva horas sentado a lado de mi cama con la luz apagada porque me lastima los ojos, solo la televisión está encendida en su cuarto y su luz llega hasta mi habitación. Aunque la ventana también le queda de frente a papá, creo que no puede ver a ese ser que se pasea sobre la barda.
Digo "Papá". La palabra sale de mis labios tan suave y débil como un susurro, pero él me ha podido escuchar y se me acerca. "Mira" le digo con otro susurro, y aunque trato de levantar mi mano para señalar con mi dedo a ese ser, estoy tan débil que no puedo hacerlo. No entiendo lo que papá me dice, pero por su tono de voz me pide calma, que me tranquilice, ¿cómo puedo hacerlo sí sé que esa cosa me sigue viendo fijamente, con una mirada penetrante que no distingo pero siento cómo me atraviesa, y además sonríe siniestra e insidiosamente?
Cierro los ojos, incluso los aprieto, quizá así desaparezca. Papá cree que algo me duele, hace "Shhh" y se levanta, creo va por otro frasco de medicina a la habitación de lado. Me da miedo, mas no puedo decirle que no se vaya o pedirle que se quede porque hay algo que merodea la casa y quiere llevarme con él, lo sé, lo presiento. Papá se levanta y me dice que volverá, que no tarda. Al sentir que se aleja abro los ojos, miro hacia la ventana y ya no veo nada sobre la barda. En el cuarto sólo se ve la luz de la televisión, y cuando pienso que estoy seguro, a los pies de mi cama está ese ser.
El grito se ahoga en mi garganta, ¡maldita varicela que me ha debilitado! Eso se acerca lentamente, flota, parece de fuego pero no despide calor, solo una frialdad que se siente... no como la de la nieve o el hielo, sino muerta, tiesa, inhumana. Me quiere tocar, yo gimo y me revuelvo en la cama. Papá, ¿por qué tardas si solo fuiste la habitación de a lado?
Eso deja de flotar para detenerse a mi lado. Su cara sin gestos sonríe, lo sé, lo siento. Estira su mano y la pone en mi frente, me inunda su frialdad. Papá, ven, que te quiero decir adiós, porque eso va a llevarme y quiero irme viendo tu rostro. La frialdad me va llenando y siento que me elevo.
Justo cuando creo que es mi alma la que se va, siento calor, verdadero calor. Es papá que me toma entre sus brazos para darme la medicina. Siento en mi boca el sabor metálico de la cuchara y el amargo sabor del jarabe. Abro los ojos y suspiro aliviado porque en el cuarto sólo estamos papá, el brillo de la televisión y yo.
Desconozco qué me haya traído de vuelta. Tal vez fue el toque de papá, o Dios, quien en su bendita sabiduría decidió que permaneciera más tiempo en este mundo.
No sé qué vi esa noche, sólo que era algo que primero me acechaba la distancia y después quiso llevarme. Cuando pienso en ello no puedo evitar sentir miedo a que lo vuelva a ver en el momento de mi muerte. Quizá aún está mi lado, invisible, hasta el instante en que vuelva a tocar mi frente y entonces su frialdad mortuoria me inunde por completo. Lo presiento, está ahí mirándome... Esperándome.
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